Lo tecnológico es un instrumento potente que permite un aprendizaje interactivo y desarrollar nuevas estrategias de atención, pero si pasa a ser el todo podemos encontrar serios problemas
Vivimos en la era digital, de la inmediatez y del millón de estímulos. Es imposible que nos de tiempo a incorporar toda la información de la que disponemos y a nuestro alrededor los móviles suenan constantemente con whatsapp, mails, publicidad, notificaciones y un sinfín de palabras que antes ni conocíamos.
Existen las tablets, Youtube, Netflix, la Nintendo switch, el Fortnite, Siri y Alexa. Forman parte de nuestra cotidianidad y lo difícil es encontrar el límite entre el exceso y la demonización. ¿Son malas las nuevas tecnologías? No, ni mucho menos. Lo malo es la paradoja que se produce: estamos tan conectados que estamos desconectados, como introduce el autor José Ramón Ubieto en su libro “Del padre al ipad: familias y redes en la era digital”. El aislamiento y las dificultades en las relaciones sociales están más presentes que nunca.
Se habla de adicción a las nuevas tecnologías porque los aparatos electrónicos se asemejan a una droga. Necesitamos el móvil. Si a alguien se le olvida en casa es muy probable que vuelva a por él aunque eso signifique llegar tarde al trabajo. Es una necesidad, no una herramienta. Tenemos que ver todos los capítulos de nuestra serie favorita como si de un atracón se tratase, nos agobian los mensajes no leídos, es una tragedia si nos dejan “en visto” sin una respuesta inmediata: “ha tardado tres horas en contestarme”. ¿Qué significa esto? Significa que le estamos pidiendo al otro la total disponibilidad, que esté atento a nuestras necesidades y que lo esté ya. Que no nos haga esperar. La espera hoy en día es terrible.
Esto nos pasa a los adultos. Los mismos adultos que luego queremos que nuestros hijos sean pacientes, que toleren la frustración y que no dependan de las nuevas tecnologías.
Pensemos en la siguiente escena: papá y mamá en un restaurante. Hijo completamente aburrido, llora, se mueve, reclama atención. Padres nerviosos por molestar al resto de clientes, no quieren ser mirados. Culposos dan a su hijo el móvil quien lo recibe y absorto ve a Chase de la Patrulla Canina. No llora, no se mueve.
A todos nos ha pasado. No juzgamos esta escena, sólo queremos pensar sobre el uso de la tecnología. El bueno y el no tan bueno. ¿Quién no toleraba la frustración aquí? ¿El hijo o los padres? El móvil ha sido un calmante. Pero un calmante sin más. No ha habido palabras, no ha habido relación. Sólo le han enchufado un estímulo. El problema no es que el niño vea unos dibujos, el problema es que no ha habido intercambio, el móvil sustituye a unas palabras que expliquen: “Carlitos hijo, sé que estar en un restaurante donde no te puedes mover es muy aburrido para ti, ¿te parece si ves un ratito unos dibujos y luego charlamos los tres?”
Lo mismo pasa en las aulas. ¿Hay que ofrecer las nuevas tecnologías? Absolutamente sí. Lo tecnológico es un instrumento muy potente que permite un aprendizaje interactivo, un reto para desarrollar estrategias y que puede favorecer los procesos de atención y de flexibilidad cognitiva. Lo importante es que convoque al sujeto a la actividad y no a la pasividad. No a estar absorto y ensimismado sino a estar generando alternativas.
Apostamos por el buen uso de la tecnología. Natalia Torres, psicóloga psicoterapeuta experta en el trabajo en Escuelas Infantiles, reflexiona en su ponencia en el curso “Impacto de las nuevas Tecnologías en Salud Mental Infanto Juvenil” de SESCAM sobre la importancia de “si las tecnologías pasan a ser el todo y la palabra queda relegada por la imagen podemos encontrarnos con serios problemas. Encontraremos niños y adolescentes con dificultades de atención e importantes conflictos en la resolución de problemas”. Niños que necesitan la satisfacción inmediata, con ansiedad y con problemas de habilidades sociales. Niños que no pueden pensar, porque no pueden esperar.